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"Te encontraré rayo. En el estrépito
de un deseo que no acaba nunca de formularse. O en la sonora mueca de unos
labios sin dueño. Te encontraré, sí, a pesar de tu naturaleza a regañadientes,
de la impetuosa energía que hace que viajes en el ocaso doloroso y cruel de un
azul que poco tiene de celestial. Y daré contigo para revelarte mi verbo, la
misantropía arrepentida de este súbdito tuyo, nacido sin agallas y quizás
condenado —no lo he averiguado aún— a vagar sin tino por un mapa indescifrable
de irracional egoísmo..."
[fotografía de Anja Stiegler]
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La Penélope
de turno abandona el tejido del libro. Su alicaída espectadora refracta la luz
en un intento por sonrosarse y parecer así la más preciosa y exquisita de las
flores.
La mujer la contempla a ciencia cierta. Y prospera en ella la sospecha de que sólo
el peor de los brebajes les permitirá
llegar al final de la jornada sin arrancarse los pétalos ni las vestiduras.
¡Qué rancia es la vida para las hijas de una antigua historia!
La planta,
ensimismada en lo suyo, echada a perder tras el cristal emplomado, asiste a la
urbanidad desde su cuadro de ventana, respirando fosforescencias. Sabe que el
trago amargo viene pronto, rociado sobre su tierra. Que la embriagará de otros
aromas. Mas, como ayer, no se opondrá.
La Penélope
de turno también beberá lo suyo antes de regresar al paño encuadernado. Al
rayo. A la contienda con el tiempo.
Por aquello de comenzar con aquellas letras que cerraron tu texto -el primero de ellos.
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